JORGE CARRIÓN. THE NEW YORK TIMES.
La humanidad está aprendiendo lentamente a comunicarse con los pulpos, los perros o las ballenas. Esa nueva relación puede ayudarnos tanto a salvar el planeta como a entender el origen de nuestro lenguaje.

“¿Quién quiere nacer humano?”, se preguntan Maria Arnal y Marcel Bagés en “Fiera de mí”. La canción pertenece a Clamor, un disco impresionante que habla sobre la diminuta escala humana en el seno del cosmos y nuestra aspiración, en plena crisis del Antropoceno, a comunicarnos con otras especies. La música, las artes o las narrativas no están solas en su exploración de las relaciones de traducción, amistad y amor entre seres de naturalezas distintas: la ciencia está cada vez más cerca de lo que hasta ahora parecía ficción especulativa. La interpretación de la comunicación entre animales.
Los perros de las praderas poseen una de las formas de comunicación no humanas más complejas, los cantos de las ballenas cuentan con su propia sintaxis y los delfines se llaman entre ellos con sonidos concretos que equivalen a sus nombres. Después de décadas de investigación especializada en ciertos individuos o comunidades, el desarrollo exponencial de la computación y la inteligencia artificial ha provocado la llegada de aproximaciones de conjunto a los códigos animales. Se trata de sistemas capaces de estudiar los patrones de sus estrategias de intercambio de información. Para traducirlas.
La motivación de esas iniciativas es a la vez generosa y egoísta. Las impulsa la voluntad de comprender mejor al resto de criaturas de la simbioesfera —en el contexto de la emergencia climática—, para poder protegerlas y para evitar nuevos desastres (interpretar las formas de comunicación de los murciélagos nos permitiría, por ejemplo, controlar la propagación de los coronavirus). También las alimenta el interés por los orígenes del propio lenguaje humano, porque algunas de sus características esenciales nos llegaron de nuestros antepasados zoológicos.
Si conseguimos traducir la comunicación animal, al mismo tiempo nos estaremos traduciendo a nosotros mismos. Porque al comprender cómo el resto de las especies intercambia información, estaremos entendiendo mejor nuestra propia programación genética, nuestro código fuente.
La dimensión melódica de nuestro lenguaje la heredamos de las aves; y el contenido del discurso, de los primates. En El cerebro, los investigadores Rob DeSalle e Ian Tattersall nos recuerdan que existen formas “avanzadas de comunicación indiscutible entre animales no humanos de las que se podría decir que bordean el lenguaje”. Ya Charles Darwin observó el parentesco entre la comunicación humana y las de otros animales. La inteligencia artificial nos está ayudando a descifrar las estructuras profundas de esos sistemas.
Gracias a algoritmos complejos, la empresa Zoolingua está buscando formas de que las necesidades de sus mascotas sean inteligibles para sus dueños. Y el Earth Species Project pretende aplicar todo lo que, gracias a este conocimiento, se ha aprendido sobre los lenguajes humanos y sus traducciones para encontrar la forma de descodificar los idiomas animales.

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Los sistemas multilingües de traducción automática (como Google Translate) no se apoyan en los diccionarios, sino en la estadística. Lo hacen a través de inteligencias artificiales que estudian los patrones de los idiomas, las probabilidades de que una palabra se encuentre antes, después o cerca de otra, para crear un espacio de parámetros multidimensionales. La misma lógica se está aplicando al análisis y las repeticiones de ladridos, aullidos, graznidos o cantos.