Pues sí, es todo esto, pero no. Porque los alimentos se pueden estudiar, clasificar, analizar, intervenir en su composición (o descomponerlos en moléculas según sea la moda), se pueden cuantificar, acelerar su crecimiento y mejorar su rendimiento, transformar sus propiedades y su demanda con adictivos (por medio de aditivos), y se pueden racionar según criterios como limpias demográficas (desaparecer a la población excedente) o como arma de guerra (hambrear poblaciones y manipularlas contra gobiernos indómitos)
Pero lo que no saben los dueños de la cadena alimentaria: de su producción (o amos de quienes los producen directamente), de su transformación, empaque, transporte, publicidad y distribución, los decididores de los precios y tasas de ganancia internacionales y nacionales, es lo que tampoco enseñan en las escuelas mal llamadas gastronómicas, y que sólo vislumbramos (para perderlo pronto) los humanos alimentados con buena leche. A saber: que el pan y sus equivalentes básicos según cada pueblo, se producen, preparan, administran, saborean y digieren, produciendo paz cuando cada etapa del proceso se hizo con amor. Los alimentos humanizaron a nuestra especie y, pese a todo el empeño en ignorar o extinguir sus cualidades básicas, seguirán significando, en el tiempo y en el espacio, actos de amor y de paz. Es obligación nuestra enseñarlo a las generaciones que nos suceden, porque de este conocimiento se desprende naturalmente la conservación de lo humano y la preservación de nuestro planeta.