El sistema alimentario en una tendencia global ha migrado a ser dependiente del trabajo de las mujeres; sin embargo, el acceso de las mujeres a poder mejorar las condiciones de los sistemas de producción continúa limitado.
En un acto tan cotidiano como lo es la alimentación, es donde se reflejan directamente las condiciones de inequidad, por lo tanto, de vulnerabilidad del hecho de ser mujer en México hoy.
“El 9 ninguna se mueve”. Una protesta pacífica ante las graves condiciones de lo que significa ser mujer en México.
Las inequidades de género y la seguridad alimentaria son dos temas que están intrínsecamente relacionados. Según la Organización de las Naciones Unidas, los sistemas de producción de alimentos a nivel global están mayormente sostenidos por mujeres. Esto es el resultado de la falta de acceso a otro tipo de trabajos en medios rurales, a la educación y a herramientas que permitan la movilidad social. El sistema alimentario en una tendencia global, ha migrado a ser dependiente del trabajo de las mujeres; sin embargo, el acceso de las mujeres a poder mejorar las condiciones de los sistemas de producción continúa limitado. Las cuestiones de idiosincrasia y microinteracciones del día a día delimitan también, en gran medida, la relación inequitativa que tienen las mujeres con la alimentación respecto a los hombres.
Culturalmente, no sólo en México, el rol de la mujer con la alimentación se ha justificado por la cuestión biologicista. Parecería que la función nutricia sería una condición reservada estrictamente a las mujeres dentro de los hogares. Aun en los hogares donde no existe una figura materna, en muchas ocasiones es una mujer quien desempeña el papel de gestión y preparación de los recursos alimenticios (abuela, empleada del hogar, tía, etcétera). Esto no sería un problema, de no ser porque la función a veces recae como una obligación. Históricamente, también, las mujeres han sido un grupo de vulnerabilidad localizada, al reservar los recursos más preciados de la alimentación de un hogar para los hombres de la casa. Es decir, en muchas culturas, incluidas la mexicana, todos comen antes de quien prepara, incluso, las partes más sustanciosas de una comida. En algunos hogares, el reducido poder de compra hace que las mujeres sean quienes opten por los productos de menor valor en el mercado, reducen su consumo para alimentar a otros, incluso, desempeñan trabajos en la informalidad o con menos prestaciones para poder incrementar el gasto en alimentos.
Decía Simone de Beauvoir que no se nace mujer sino que nos convertimos en mujeres. En relación con la alimentación, esto quiere decir que no es que las mujeres nazcamos con un chip para servir la comida y sacrificar el mejor platillo para los demás. Esto es, sin duda, un condicionamiento social. Y toda la cooperación y la solidaridad en sociedad está muy bien, siempre y cuando todas estas cuestiones no sean las que ponen en desventaja o lleguen a comprometer la vida. Cuando todas estas condiciones determinan la posibilidad de acceder a condiciones de seguridad, de bienestar y de calidad de vida, es cuando no se puede sostener el hecho de que “las cosas siempre han funcionado así”.
En un acto tan cotidiano como lo es la alimentación, es donde se reflejan directamente las condiciones de inequidad, por lo tanto, de vulnerabilidad del hecho de ser mujer en México hoy.
La violencia hacia las mujeres no es sino la reproducción aberrante de todas las microacciones que en la vida cotidiana hemos llegado a normalizar.
El 9 de marzo no es, entonces, un día feriado para posar como ciudadanos “progresistas”, sino la dolorosa y ultranecesaria reflexión de que el sistema que tenemos ahora no está funcionando y algo tiene que cambiar y que los beneficiados no solamente son las mujeres, sino que seremos todos.