HÉCTOR ZAMARRÓN. MILENIO DIARIO.
El cambio inicia en el desayuno, en la comida o en la cena, pero comienza en la mesa, esa es una verdad incontrovertible.
Somos lo que comemos y por eso somos el país número uno en obesidad infantil, el país donde tres de cada cuatro adultos padecen obesidad o sobrepeso, el país con 8.6 millones de mexicanos con diabetes y 15.2 millones con hipertensión, donde 40 mil personas mueren al año por consumir refrescos y jugos, según la Encuesta Nacional de Salud y Nutrición 2018 y el Informe de la Unicef sobre el Estado mundial de la infancia 2019.
No llegamos a esta situación por accidente sino como resultado de cambios económicos y sociales profundos que afectaron la manera en que nos alimentamos. Las bebidas azucaradas y los alimentos envasados y ultraprocesados sustituyeron a la comida casera y los alimentos frescos.
Es el resultado de prácticas comerciales agresivas, transformaciones en la agroindustria y una serie de decisiones en política pública omisas ante el avance de la crisis sobre la que existen alertas por lo menos desde fines del siglo pasado.
Los funcionarios se dejaron convencer con las promesas de la autorregulación y la apuesta por campañas de educación y salud.
El resultado está a la vista: cada año hay medio millón de muertes asociadas a enfermedades crónicas no transmisibles, una cifra que ha ido creciendo a la par que la mala alimentación y la desnutrición.
No hay nada más falso que ese dicho de que en gustos se rompen géneros. El gusto es una categoría social construida por relaciones sociales complejas pero que pueden analizarse a partir de la forma en que se producen, distribuyen y consumen.
Lo que comemos es producto de un sistema económico, social y cultural que escapa a nuestro control.
Alfonso Reyes definía así a la buena comida: “Nutrirse es un acto biológico, comer es un acto civilizatorio”. Pues de eso se trata de recuperar el gusto secuestrado por los productos ultraprocesados, por el exceso de sodio y azúcares añadidos a la comida que ha conformado nuestra forma de alimentarnos.
Por eso el etiquetado claro, la regulación paulatina del glifosato y los cambios en materia de publicidad que impedirán volver a los niños consumidores cautivos, porque sus paladares están deteriorados.
Durante muchos años en la discusión pública relegamos la agricultura a un mero tema económico, de producción y empleo, sin reparar en los cambios profundos que ahí se operaban y que terminarían por definir hasta nuestra figura corpórea, porque esos dos, tres, cinco o diez centímetros más que tenemos de cintura, brazo, pierna, cadera o pecho son producto, al final de cuentas, de ese cambio lento en nuestro modo de producción y consumo.
Dejamos de comer frijoles y ahora consumimos sopas instantáneas “Marualgo”, con exceso de sales y carbohidratos que nuestro cuerpo no requiere, pero recibe con gusto, como adicto a su dosis.
Así que asistimos a los inicios de una revolución enorme que ojalá no sea derrotada por la alianza entre políticos, intelectuales y empresarios que prefieren ver a los mexicanos morir conectados a un aparato de diálisis o caminando con un bastón y prótesis, en el mejor de los casos, cuando no condenados a una silla de ruedas por las amputaciones del pie diabético.
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