RAMÓN MARTÍNEZ LEYVA. UN PÁLIDO PUNTO AZUL. EL ECONOMISTA
Los humanos hemos consumido carne de manera regular desde el génesis de nuestra especie; al menos desde el descubrimiento del fuego la carne ha sido un alimento básico en nuestra dieta. Gracias a los efectos del cambio climático después de la última Edad del Hielo, el calentamiento global provocó innumerables sequías en todo el planeta, lo que redujo la cantidad de plantas comestibles disponibles para nosotros, así que la carne y vísceras de animales muertos y cocinados pasaron a llenar ese hueco. Curiosamente, hasta hace unas pocas décadas en la civilización occidental, la carne era un alimento considerado un lujo, y la mayor parte de nuestros alimentos era de origen vegetal.
Pero después de la revolución agroalimentaria de la segunda mitad del siglo XX, la crianza de animales para consumo humano se disparó, creando una verdadera industria automatizada de producción, sacrificio y venta de animales para consumo.
Hoy el humano promedio consume unos 110 kilos de carne al año, en ocasiones mucha, mucha más; y este consumo desmedido ha provocado un aumento dramático en, por ejemplo, enfermedades cardiovasculares, cáncer y en general, muerte prematura. Aún así, hay muchas personas hoy en día que consideran que un plato de alimento sin carne, en realidad no cuenta como alimento.
Biológicamente existen tres razones para comer: obtener energía, ingerir materiales para reconstruir nuestro cuerpo, y para obtener sustancias indispensables para mantenernos con vida, como vitaminas y minerales. La proteína incluida en la carne es la principal fuente de materiales necesarios para regenerar nuestras células y llevar a cabo innumerables funciones dentro del organismo, y también nos provee de nutrientes esenciales y energía en forma de grasas. La carne además posee una gran cualidad: su biodisponibilidad.
Esto significa que sus nutrientes se descomponen y asimilan mucho más fácil que, por ejemplo, el mismo peso en espinacas. Las espinacas contienen más hierro que la carne, pero consumen mucha más energía al procesarlo y terminamos asimilando menos hierro de las espinacas que de la carne. O sea que la carne no es, definitivamente, peligrosa para los humanos. Lo que sí es peligroso (y una de las principales causas de mortalidad en el mundo) es el excesivo consumo de carnes rojas en el hemisferio occidental.
En occidente cuando hablamos de carne nos referimos, por lo general, al músculo de los animales, el cual tiene una alta densidad proteínica, pero carece casi por completo de micronutrientes esenciales, por lo que no podríamos tener una dieta basada únicamente en la carne, especialmente en carne roja. En realidad, las recomendaciones más generosas de la OMS sugieren consumir no más de 500 g de carne por semana, aunque hay quienes sostienen que el límite debería ser de aproximadamente 25 gramos diarios, equivalentes a un pedazo muy chiquito de bistec cada semana.
Técnicamente la carne más saludable, gramo por gramo y basándonos en sus componentes esenciales además de la proteína, son el pescado y la carne de pollo y pavo, en ese orden. El pescado contiene ácidos grasos que previenen enfermedades cardiovasculares, así como una alta concentración de elementos como el fósforo y magnesio que estimulan el sistema inmune, por lo que podemos comerlo sin apenas preocupaciones. La carne de pollo y pavo, al ser mucho más magra que la carne roja, contiene menos grasas saturadas y una proteína más biodisponible aún que la de ésta, por lo que su consumo es más recomendado también.
Pero, voraces y desmedidos como somos, los humanos hemos convertido el de la carne en un mercado global gigantesco, que utiliza más energía, agua y tierra cultivable, al mismo tiempo que genera más gases de efecto invernadero que cualquier otra industria en el mundo, incluídas el transporte y la construcción. Esto nos pone cada vez más entre la espada y la pared. ¿Podemos los humanos seguir con el ritmo de consumo que llevamos hasta ahora? ¿Sería más sano para nosotros y el planeta cambiar a otros tipos de proteínas u otros modelos productivos? El consumo de carne es un tema sumamente controversial, por lo que los invito a contemplar otras perspectivas en las próximas entregas de esta columna.

Amamos las hamburguesas. Y el pollo frito, las barbacoas, asados, estofados, tacos y cualquier otra presentación de proteína de origen animal, incluidos los huevos, la leche y todos sus derivados: más del 90% del mundo en general consume carne de manera regular, aunque la proporción es aún más alta en países occidentales y desarrollados (en la India alrededor de la tercera parte de la población se considera vegetariana). Durante los últimos cien años hemos dedicado cada vez más recursos a la tarea de criar, matar y comer animales, con las previsibles consecuencias en nuestra salud, pero sobre todo, para la salud del planeta.
Medir las consecuencias del consumo desmesurado de carne sobre la salud del cuerpo humano es una tarea que ha probado ser dificilísima. Con cientos de estudios contradiciéndose unos a otros, los pocos metaestudios al respecto sólo parecen concluir una cosa: el riesgo de enfermedades coronarias y vasculares, cáncer y diabetes aumentan proporcionalmente al consumo de carne (especialmente carnes rojas) y sus derivados. Pero los efectos que la crianza de estos miles de millones de animales producen en los ecosistemas de la Tierra es fácilmente visible, y comprobable.
El problema no son los animales en sí tanto como lo es el espacio que se necesita para alimentarlos y cuidarlos hasta que alcanzan la madurez apta para sacrificarlos. Más del 80% de toda la tierra cultivable en el planeta se nos va enteramente en la producción de carne y alimentos para ganado, principalmente maíz y pasturas, y usualmente es tierra que hemos reclamado de bosques, selvas, humedales y otros hábitats que se ven literalmente borrados de la faz de la Tierra para convertirlos en campos y pastizales.
De todo el suministro global de agua dulce, entre un 28 y un 30% se utiliza anualmente en la crianza de animales y actividades relacionadas; esta cifra aumenta cuando nos referimos a países como Estados Unidos, Argentina o Brasil, con economías inclinadas más hacia la producción de carne roja. Dado que los animales son, no olvidemos, seres vivos, la mayor parte de estos recursos se utilizan simplemente en mantenerlos con vida; según la UNESCO producir un solo kilogramo de carne de res consume aproximadamente 25 kilos de grano y unos 15,000 litros de agua.
Los productos de origen animal necesitan toneladas de alimento y suplementos (fertilizantes, antibióticos, combustibles, etc.) pero no representan ni el 20% de la ingesta calórica diaria. Según estudios, podríamos alimentar un 50% más de la actual población del planeta si en lugar de cultivar alimentos para los animales nos los comiéramos nosotros. Además, se estima que un 15% de los gases de efecto invernadero producidos en el planeta proceden de la producción de carne y derivados, más o menos lo mismo que todos los medios de transporte del mundo combinados.
La crianza de animales para consumo se ha vuelto un verdadero agujero negro de recursos, lo que a su vez ha contribuido en gran medida a la disparidad de la distribución de la riqueza en el mundo, matando de hambre a miles de personas para dar de comer carne a otras. Además, para quien quiera considerarlo, la industria de la carne descansa sobre un recurso bastante discutible: animales vivos. A nivel cultural es un hecho más que asimilado que los humanos tenemos derecho a sacrificar todos los animales que queramos bajo la consigna de hacerlo para nuestra supervivencia, y actualmente esto representa unos 200 millones de animales por día.
Todo esto, por desagradable que pueda parecer, es cierto, pero otra cosa también es cierta: la carne es deliciosa, y nos gusta tanto que no volteamos a ver de dónde proviene, sólo nos encanta y nos la comemos. Comer carne no nos vuelve malas personas tanto como no comer carne no nos vuelve buenas personas; lo más congruente que podemos hacer es conocer lo más posible sobre lo que nos llevamos a la boca, y las consecuencias que sobre nosotros y nuestro planeta acarrean.